jueves 21 de noviembre de 2024 9:34 am
Eddy Tolentino

Los datos de más de 350.000 personas durante 13 años sugieren que una dieta sana, ejercicio y no fumar, entre otras cuestiones, alarga considerablemente la vida de personas con predisposición a una vida más corta.

Hace ya tiempo que la ciencia demostró que un estilo de vida saludable mejora la calidad de vida de las personas, aumenta la esperanza de vida, disminuye la prevalencia de determinadas enfermedades crónicas y reduce considerablemente la mortalidad. La evidencia al respecto es tan sólida que, en tiempos de fake news, esta parece una verdad a salvo de cualquier teoría de la conspiración. Pero, ¿qué ocurre con las personas que están genéticamente predispuestas a tener una vida más corta? Según datos de una investigación llevada a cabo en Islandia, se estima que alrededor del 4% de la población es portadora de lo que se conoce como genotipos procesables, es decir, genotipos asociados a una vida más corta porque aumentan el riesgo de padecer una enfermedad para las cual existen medidas preventivas o terapéuticas disponibles. ¿En estos casos un estilo de vida saludable también puede tener el impacto suficiente para revertir esa predisposición?

A esta pregunta ha respondido un estudio publicado recientemente en la revista científica BMJ Evidence-Based Medicine, con base en los datos de más de 350.000 participantes del Biobanco del Reino Unido a los que se siguió durante una media de 13 años, que ha demostrado que la genética y los estilos de vida tienen un impacto independiente sobre la esperanza de vida de las personas; pero que estos últimos tienen la capacidad de compensar la genética y alargar considerablemente la vida de personas con predisposición a una vida más corta.

Concretamente, según los resultados de la investigación, las personas con una alta predisposición genética a una esperanza de vida más corta presentan un riesgo de muerte prematura un 21% mayor en comparación con aquellos con un riesgo genético bajo, independientemente de sus elecciones de estilo de vida. Por su parte, un estilo de vida insano se asociaría con un riesgo de muerte prematura un 78% mayor, independientemente de los determinantes genéticos. Y lo más importante: gracias a un estilo de vida saludable, las personas con riesgo genético de muerte prematura pueden reducir ese riesgo en aproximadamente un 62% y ver prolongada su esperanza de vida aproximadamente en 5,22 años al cumplir los 40 años.

“Es la primera vez que se realiza una investigación para comprender hasta qué punto un estilo de vida saludable puede contrarrestar la genética”, explica a EL PAÍS el profesor Xifeng Wu, miembro del departamento de Big Data en Ciencias de la Salud de la Facultad de Medicina de la Universidad de Zhejiang (China), que destaca que los resultados de la investigación demuestran la importancia de “centrarse en desarrollar y mantener hábitos saludables, sin importar lo que digan nuestros genes”.

“Es un trabajo muy interesante porque hace una valoración conjunta de la genética y los hábitos de vida, para demostrar que la genética, aunque es un factor que actúa de forma independiente sobre la esperanza de vida, no lo tiene todo por decir”, analiza Almudena Beltrán de Miguel, especialista en medicina interna y miembro de la Unidad de Chequeos de la Clínica Universidad de Navarra, que considera que este tipo de estudios ofrecen a los profesionales médicos una “vía de acceso” hacia una medicina más participativa “en la que se alienta al paciente a tomar las riendas de su propia salud”.

¿Qué se entiende por un estilo de vida saludable?

En el estudio se evaluaron varios aspectos relacionados con un estilo de vida saludable, entre ellos no fumar, mantener un consumo moderado de alcohol, realizar actividad física regular, mantener un peso corporal saludable, garantizar una duración adecuada del sueño y seguir una dieta saludable; y a partir de ellos se agrupó a los participantes en el estudio en tres categorías de estilo de vida: favorable, intermedia y desfavorable. “En el estudio vimos que todos estos factores pueden compensar significativamente el riesgo genético de una esperanza de vida más corta, pero identificamos una combinación óptima de estilo de vida que ofrecía mejores beneficios para prolongar la vida humana y que contenía cuatro factores de estilo de vida: no fumar, realizar actividad física regular, mantener una duración adecuada del sueño y seguir una dieta saludable”, explica Xifeng Wu.

“Hay gran trabajo que hacer sobre el sueño, porque además hasta ahora casi nadie lo metía como hábito de vida saludable. Y como demuestra este estudio lo es, tanto desde el punto de vista físico como psíquico. Mi sensación es que la higiene del sueño la cuidamos poco y que hacemos poca incidencia sobre ella en consulta”, afirma Almudena Beltrán. Su opinión la comparte Ángel Gil de Miguel, profesor de Medicina Preventiva y Salud Pública de la Universidad Rey Juan Carlos de Madrid, que destaca también la necesidad de “insistir mucho más” sobre la alimentación y, en especial, sobre el consumo de azúcares: “Estamos asistiendo a la aparición cada vez más habitual de una diabetes tipo 2 en personas de 50 años, cuando antes esta enfermedad debutaba a partir de los 65″.

Con base en los resultados del estudio, que demuestran que un estilo de vida saludable es “crucial” para prolongar la esperanza de vida y mejorar la calidad de vida de las personas, Xifeng Wu considera las decisiones políticas en materia de salud pública deberían centrarse “en promover la educación sanitaria, fomentar los controles médicos preventivos, y proporcionar una gestión sanitaria personalizada a los grupos de alto riesgo genético para reducir los mismos y mejorar la salud pública”.

También en la educación sanitaria centra su reivindicación Ángel Gil de Miguel, que considera que habría que empezar “cada vez un poco antes” a hablar de lo que son estilos de vida saludables. “Hay que empezar desde la escuela a crear esos hábitos, porque lo que se ha visto en otros estudios es que, si a ti te forman en buenos hábitos de pequeño, eso marca y se queda grabado. Y sí, es posible que de los 18 a los 35 hagas el salvaje, pero a partir de los 40 aquello que aprendiste de pequeño vuelve”, reflexiona el catedrático.

Una opinión que comparte Almudena Beltrán, que señala que esa educación en medicina preventiva es básica para que, cuando aún no se ha desarrollado la enfermedad y se están llevando a cabo hábitos de vida muy desfavorables, “una persona se dé cuenta de la necesidad de cambiar esos hábitos para revertir todo el sustrato inflamativo y oxidativo que precede a la enfermedad, lo que la va a poner en una posición de vida mucho más favorable. Nunca es tarde para modificar hábitos de vida”.

ADRIÁN CORDELLAT

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